Me calcé las botas de
siete leguas para buscar al Príncipe Encantado que perseguía a Pulgarcito porque
se había comido la manzana de Blancanieves mientras los enanitos corrían a
despertar a la Bella Durmiente. Pero sólo encontré una rana sin corona. Y es
que los cuentos, cuentos son.
miércoles, 10 de octubre de 2012
viernes, 11 de mayo de 2012
Sirenas del siglo XXI
Me sumergí siguiendo el eco de las sirenas de Ulises y
quedé atrapado en la maraña de algas muertas y residuos que corrompían la antigua belleza del paisaje
submarino. Prisionero de la desolación,
lamenté no haberme atado, como el marinero legendario, al mástil de mi barca.
martes, 27 de marzo de 2012
Me gusta mirarte (y II)
Me gusta mirarte,
con la mirada abarcarte,
de la nariz a la boca,
de los ojos al arco de las
cejas,
recorrer tu perfil, acariciando
tu piel.
Y preguntarme una y mil veces
cómo puede ser tan nítida,
tan clara, tan transparente.
Y admirarte,
como si me trajeras
la blancura de la espuma,
la inocencia de la infancia
en la luz de las estrellas.
Me gusta mirarte,
con la mirada escucharte,
penetrar en tus oídos
y nadar en sus meandros.
Y preguntarme una y mil veces
cómo pueden ser tan limpios,
tan nítidos, tan precisos.
Y admirarte,
como si escuchara en ellos
el eco de los montes,
de la lluvia, de los mares, los
torrentes,
como si fueran caracolas que me
trajeran
el ruido de las olas.
Me gusta mirarte,
Con la mirada abrazarte,
hundirme en el nacimiento de tu
pelo,
acariciando tus sienes cóncavas,
zambullirme en tus ojos,
preguntándome una y mil veces
cómo pueden ser tan profundos,
tan oscuros,
tan vivos cuando los abres
en un revoloteo de pestañas.
Y admirarte,
como si me revelaran
la hondura del sentimiento,
de la duda, de la fe.
sábado, 3 de marzo de 2012
Me gusta mirarte (I)
Me gusta mirarte,
con la mirada besarte,
descansar en tu boca
y seguir sus pasos,
cuando comes, cuando bebes,
cuando hablas, cuando ríes,
preguntándome una y mil veces
cómo puede ser tan densa,
tan rápida, tan torrencial.
Y admirarte,
como si se convirtiera
en fuelle que insufla vida,
resonancia de la primera
palabra.
Me gusta mirarte,
con la mirada envolverte,
seguir las curvas de tu frente,
perdiéndome en ellas,
deslizándome, abarcando
desde el pelo hasta las cejas.
Y preguntarme una y mil veces
cómo puede ser tan diáfana,
tan libre, tan meridiana.
Y admirarte,
como si me transmitieras
el pensamiento puro, intacto,
del alba de la humanidad.
Me gusta mirarte,
con la mirada sentirte,
hundirme en tu pelo.
Y preguntarme una y mil veces
cómo puede ser tan recio,
tan sólido, tan espeso.
Y admirarte,
como si los rayos del sol
descansaran en tu frente
formando una corona de remolinos
castaños,
como si fueras bosque frondoso,
tapiz del globo terrestre,
selva virgen aún no manchada
por el hombre.
Me gusta mirarte,
con la mirada tocarte,
envolver tus manos
contando sus dedos.
Y preguntarme una y mil veces
cómo pueden ser tan fuertes,
tan ágiles, tan flexibles.
Y admirarlas,
como si anunciaran el trabajo,
como si calmaran la fatiga,
como si aliviaran el dolor,
como si encerraran el futuro,
del mundo.
jueves, 9 de febrero de 2012
Presencia
Es risa cristalina que ilumina
el alba,
murmullo de agua clara que baña
de luz el día,
soplo cálido de vida que
acaricia la mañana,
aliento de brisa fresca que se
mece en la hojarasca,
gorjeo tenue de lluvia que
susurra en la espesura,
eco de sirena amable que acuna en canto el
silencio,
latido, cadencia y ritmo.
Es sorpresa contenida en una
sílaba,
arrebato prisionero de una nota,
remolino que fluye en borbotón
de furia,
grito desesperado que exige
reparación,
balido quejumbroso que penetra
el alma,
lamento prolongado que suplica
tregua,
aleteo que sucumbe al peso de la
fatiga,
bullicio, tumulto y calma.
Tu voz es despertar, risa,
llanto,
suspiro, gemido, trino,
ronco sueño, entrecortado
reposo,
luciérnaga diurna que inunda de
sol la nada,
y afirma que estás ahí
y quieres hacerte oír.
lunes, 30 de enero de 2012
Billete de ida y vuelta (y II)
Pues sí, hoy he vuelto
a casa en metro, como vengo haciendo cada día desde algún tiempo atrás. El
vagón, a pesar de ser hora punta, no iba especialmente lleno y hasta he podido
sentarme, lo que siempre supone un alivio, no sólo porque me canso menos y dejo
de sentir en el cogote la respiración de la persona que tengo detrás, cosa que
suele ponerme bastante nerviosa, sino sobre todo porque me permite observar con
mayor comodidad a los otros viajeros, afición que, al igual que el rechazo a
este medio de transporte, me viene de la infancia.
Entonces había menos
gente rara. Tanta uniformidad resultaba de un aburrimiento insoportable para
alguien ávido de nuevas experiencias –aunque ese alguien fuese una niña-, por
lo que no tardé en descubrir dos interesantes puestos de observación que las
circunstancias pusieron a mi alcance. Uno de ellos era el aeropuerto de
Barajas, al que acudía con cierta regularidad con la finalidad de recibir o
despedir a mis tíos, que vivían en Lisboa, y el otro, las terrazas de los cafés
de la Gran Vía, recorrida a cualquier hora del día por una multitud abigarrada
y variopinta. El primero –Barajas- me permitía imaginar viajes lejanos a la vez
que asomarme a un mundo cosmopolita y desconocido, mientras que el segundo era
mi preferido, pues aquella marea humana que paseaba hacia arriba y hacia abajo,
se paraba ante los escaparates y se apretujaba en las cafeterías, tenía un
punto canalla al que nunca he podido resistirme.
Seguramente, una de las
pocas cosas que conservo de aquella época es la vocación de “voyeuse”. Y me
temo que esta tendencia se acentúa con los años, lo que explicaría en parte la proliferación
de jubilados en plazas, paseos, parques, terrazas, balcones y ventanas, todos
ellos puestos de observación con desigual grado de riesgo –hay quien recurre a
la dudosa protección de las gafas de sol, del visillo o cortina y hasta del
periódico; los menos, de un libro, generalmente bastante gordo-, por no hablar
de tantos y tantos que, como yo, nos limitamos a ver la vida pasar. Pero me
estoy desviando. Como decía, hoy he podido sentarme en el metro que me traía de
vuelta a casa.
Acomodada en mi asiento, con la prótesis lumbar –cosas de la edad- bien pegadita al respaldo, que es como estoy más a gusto, me he dispuesto a examinar mi entorno con la mirada circular de la que goza todo buen observador. Porque el mirón profesional –lo sé por experiencia- nunca se limita a fijar lo que tiene delante, sino que barre con la vista toda la superficie que le rodea, describiendo una parábola que comienza en uno de sus lados y acaba en el contrario. Así que eso he hecho. He empezado por mi izquierda, ocupada por un joven vestido de punta en blanco, embutido en un traje azul marino impecable, cuyos pantalones lucían una raya más impecable todavía, tanto que parecía haber sido planchada con la ayuda de un tiralíneas. ¿Y qué decir de sus zapatos? Porque los zapatos revelan mucho más sobre la personalidad de cada cual de lo que cupiera esperar. Estos eran muy nuevos y, por supuesto, relucientes. Sin embargo, casi no he podido verle la cara, sólo el perfil, de tan absorto como estaba escudriñando un tablet que, a juzgar por el nivel de concentración exigido por su lectura, debía de contener la solución a la crisis mundial.
Acomodada en mi asiento, con la prótesis lumbar –cosas de la edad- bien pegadita al respaldo, que es como estoy más a gusto, me he dispuesto a examinar mi entorno con la mirada circular de la que goza todo buen observador. Porque el mirón profesional –lo sé por experiencia- nunca se limita a fijar lo que tiene delante, sino que barre con la vista toda la superficie que le rodea, describiendo una parábola que comienza en uno de sus lados y acaba en el contrario. Así que eso he hecho. He empezado por mi izquierda, ocupada por un joven vestido de punta en blanco, embutido en un traje azul marino impecable, cuyos pantalones lucían una raya más impecable todavía, tanto que parecía haber sido planchada con la ayuda de un tiralíneas. ¿Y qué decir de sus zapatos? Porque los zapatos revelan mucho más sobre la personalidad de cada cual de lo que cupiera esperar. Estos eran muy nuevos y, por supuesto, relucientes. Sin embargo, casi no he podido verle la cara, sólo el perfil, de tan absorto como estaba escudriñando un tablet que, a juzgar por el nivel de concentración exigido por su lectura, debía de contener la solución a la crisis mundial.
Frente a mí, un
adolescente adormilado y granujiento se encontraba enganchado a los auriculares
de su iPod, como un moribundo conectado a los cables que
lo mantienen con vida, mientras movía acompasadamente la cabeza al son de una
–para los demás- inaudible música que lo sumía en un estado hipnótico. Nada
original, por otra parte, pues ya hace tiempo que he comprobado que muchos de
los que viajan unidos a unos auriculares suelen parecer víctimas de un empacho
de hierba alucinógena, algo así como si se hubieran fumado media plantación de
marihuana a lo largo de una mañana. Algunos, como el que se encontraba a su
lado, rizan el rizo, y son capaces de mantener gacha la moviente cabeza
mientras teclean, a toda la velocidad que les permiten sus entrenados pulgares,
mensajes en el móvil, la BlackBerry u
otros ingenios tecnológicos.
Un poco más allá,
cuatro jóvenes que habían entrado juntos entre risas y bromas en la parada
anterior, se ignoraban ahora con displicencia mientras trataban de mantener el
equilibrio en torno a la barra vertical del vagón al tiempo que consultaban
–supongo- los respectivos sms
recibidos en los últimos minutos. Cerrando el círculo, a mi derecha, una mujer
de mediana edad, con aire profesoral y abstraído, tecleaba con fruición en un
portátil de dimensiones reducidas, como si en ello le fuera la vida.
Y entonces me ha invadido el pánico. Un pánico atroz, porque me parecía que los rostros de los que me rodeaban se afilaban peligrosamente a la vez que iban cambiando de color y adquiriendo un brillo similar al del plástico. Todos ellos abandonaban poco a poco la humanidad para adquirir una naturaleza nueva. La transformación llegó al colmo cuando la cara de uno de los muchachos que permanecía de pie junto a la barra se aplastó de tal manera que sus dos ojos se fundieron en uno, como si de un cíclope extraterrestre se tratara. Y tuve la impresión de que no me encontraba en un vagón de metro, sino en una nave espacial a punto de abandonar las vías y elevarse sobre el Guadalquivir camino de Pandora o de algún otro destino sideral.
Y entonces me ha invadido el pánico. Un pánico atroz, porque me parecía que los rostros de los que me rodeaban se afilaban peligrosamente a la vez que iban cambiando de color y adquiriendo un brillo similar al del plástico. Todos ellos abandonaban poco a poco la humanidad para adquirir una naturaleza nueva. La transformación llegó al colmo cuando la cara de uno de los muchachos que permanecía de pie junto a la barra se aplastó de tal manera que sus dos ojos se fundieron en uno, como si de un cíclope extraterrestre se tratara. Y tuve la impresión de que no me encontraba en un vagón de metro, sino en una nave espacial a punto de abandonar las vías y elevarse sobre el Guadalquivir camino de Pandora o de algún otro destino sideral.
Aislada en aquella
nave, único ser humano en peligro de ser abducido por criaturas de otra
especie, he llegado a comprender cómo debía de sentirse cada pareja de animales
encerrada en el arca de Noé. Ellos, al menos, tenían la posibilidad de
reproducirse, a mí no me quedaba ni eso. La responsabilidad de saberme la
última superviviente me pesaba como una losa. Aunque casi no tuve tiempo de
demorarme en la hondura de tal reflexión, porque inmediatamente reparé en que
el muchacho ciclópeo venía hacia mí. Me revolví inquieta en mi asiento. Me
sacudió suavemente tomándome de un brazo y alcé los ojos espantada. Se había
cumplido uno de mis terrores: me había pasado de parada.
Ya no había
alienígenas. En el vagón vacío sólo quedábamos él, que había conseguido –ignoro
por qué procedimiento- volver a su estado inicial, duplicando su único ojo, y
yo. Por fin he logrado comprender, con gran alivio, que no me encontraba ante
el elenco de Avatar, sino que me había
quedado dormida y que la intención del pobre muchacho era la de advertirme de
que el metro había llegado al final de su trayecto. Al dirigirme hacia la
salida, he vuelto a verlos: el ejecutivo relamido, los adolescentes de cabeza
danzarina, los estudiantes risueños y la
presunta profesora, todos habían recuperado su naturaleza humana, tal vez por
haber abandonado durante unos minutos la enajenante conexión tecnológica. De
todas maneras, por lo que pueda pasar y a pesar de tener pagados por adelantado
varios billetes de ida y vuelta, he tomado una decisión irrevocable: a partir
de mañana cogeré el coche.
lunes, 16 de enero de 2012
Billete de ida y vuelta (I)
Billete de ida y vuelta
No me gusta el metro.
Nunca me ha gustado. Sin embargo, viajo en él casi a diario. Pero porque no me
queda otro remedio. No sé de dónde me viene ese rechazo. O sí. No estoy muy
segura, pero recuerdo que cuando era pequeña, en Madrid, me aterrorizaba el ruido atronador de
aquellos inmensos vagones azules que se deslizaban
chirriantes sobre las vías. Me recordaban al aspecto amenazante de los tanques
oruga del desfile militar que recorría una vez al año el Paseo de la Castellana. Y, aunque tan sólo era una niña, siempre venía a mi cabeza la idea de la fragilidad del ser
humano ante el avance inexorable de la máquina, capaz de aplastarlo sin piedad
bajo aquellas ruedas gigantescas protegidas además por unas enormes cintas
articuladas de metal.
Si una de las fuentes
de mi miedo era el ruido, a la que se sumaba la posibilidad de morir entre las
vías y el engendro subterráneo, otra era sin duda el movimiento descoordinado,
arrítmico y zarandeante del vagón en
marcha. Parecía querer propulsar a los viajeros para que se estrellaran unos
contra otros o contra las paredes y el suelo del temido vehículo. Ya entonces
reconocía en mi fuero interno que la primera posibilidad –la de morir sobre las
vías- era bastante remota, pero, ¿quién sabe?, me decía a mí misma, víctima de un
temor insuperable, cosas más raras se han visto, un empujón inocente o
malintencionado, un tropiezo, la avalancha de la gente… En fin, las opciones,
aunque todas ellas lejanas, se multiplicaban en mi siempre pesimista imaginación.
Sin embargo, el trepidar del vagón era
otra cosa. Inevitable fuerza centrífuga por la que parecía transformarse en un
gigantesco y alargado tambor de lavado. Todo el interior se bamboleaba, como
una frágil caja de zapatos impulsada a velocidad vertiginosa. Porque así me
sentía, un zapato perdido entre otros muchos, apretujado dentro de una caja
de cartón atada a una cuerda de la que tiraba un niño diabólico, arrastrándola sin
benevolencia alguna a lo largo de kilómetros y kilómetros de subsuelo.
No acababan ahí mis
miedos, a todo lo anterior había que sumar todavía dos angustias: la del
aplastamiento y la del encerramiento, que se me representaban con meridiana
claridad. ¿Y si la avalancha humana me arrastraba al precipitarse hacia la
entrada del vagón? No sabía qué era peor, si el convertirme en coleóptero
estrujado contra la pared externa
del engendro metálico o en ratón atrapado en una ratonera, porque
¿qué pasaría si una vez dentro no me
daba tiempo a salir en mi parada por culpa del tumulto que se abalanzaba hacia
la puerta y quedaba encerrada dentro del monstruo, perdida en aquel dédalo
subterráneo y maloliente? Y eso fue lo
que pasó.
He de reconocer que, de
todos los peligros que barruntaba, esta opción era la menos dañina. Al menos,
mi integridad física no había de verse menoscabada, lo cual, dado mi natural
temeroso, ya era mucho decir. Y después de todo, tampoco lo pasé tan mal, hasta
tuve ocasión de descubrir la solidaridad humana, pues mi entonces pequeño ser
despertó la lástima de alguna señora que vio cómo me quedaba sola y desamparada
mientras mi madre y mi hermana me miraban con cara de susto desde el andén.
El tiempo, que, según
el saber popular, todo lo cura, consiguió que superara con incierta dignidad
esa etapa de mi vida. Ahora bien, algo me
quedó de aquella época, un recelo, un no sé qué, que hace que el metro siga sin
gustarme. Bien es verdad que cuando cada mañana lo espero en la estación para
ir al trabajo mi mente está más en otras preocupaciones que en mis antiguos
temores y la supervivencia no se me plantea como el mayor reto de cada viaje,
pero hay un sentimiento que no puedo
dominar, quizá la vocecita de la niña que fui sigue hablando en mi interior
y no me concede el descanso definitivo.
De hecho, siempre pienso que voy a pasarme de parada –porque me
distraigo pensando en argumentos para próximos relatos- y las aglomeraciones me
producen un rechazo inmenso, tanto que suelo esperar a otro tren para no tener
que internarme en la selva humana que me
muestran las puertas abiertas del vagón cuando se detiene en la estación.
Y así ha sido hasta hoy.
Porque hoy todo ha cambiado. Hoy he vuelto a sentir terror. Pero no el terror
de la infancia, no, otro distinto. No sé si peor o mejor, al fin y al cabo
todos los terrores son malos, digo yo. Este era sólo diferente.
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