lunes, 16 de enero de 2012

Billete de ida y vuelta (I)

Billete de ida y vuelta
No me gusta el metro. Nunca me ha gustado. Sin embargo, viajo en él casi a diario. Pero porque no me queda otro remedio. No sé de dónde me viene ese rechazo. O sí. No estoy muy segura, pero recuerdo que cuando era pequeña, en Madrid,  me aterrorizaba el ruido atronador de aquellos inmensos vagones azules que  se deslizaban chirriantes sobre las vías. Me recordaban al aspecto amenazante de los tanques oruga del desfile militar que recorría una vez al año el Paseo de la Castellana. Y, aunque tan sólo era una niña, siempre venía  a mi cabeza la idea de la fragilidad del ser humano ante el avance inexorable de la máquina, capaz de aplastarlo sin piedad bajo aquellas ruedas gigantescas protegidas además por unas enormes cintas articuladas de metal.
Si una de las fuentes de mi miedo era el ruido, a la que se sumaba la posibilidad de morir entre las vías y el engendro subterráneo, otra era sin duda el movimiento descoordinado, arrítmico  y zarandeante del vagón en marcha. Parecía querer propulsar a los viajeros para que se estrellaran unos contra otros o contra las paredes y el suelo del temido vehículo. Ya entonces reconocía en mi fuero interno que la primera posibilidad –la de morir sobre las vías- era bastante remota, pero, ¿quién sabe?, me decía a mí misma, víctima de un temor insuperable, cosas más raras se han visto, un empujón inocente o malintencionado, un tropiezo, la avalancha de la gente… En fin, las opciones, aunque todas ellas lejanas, se multiplicaban en mi siempre pesimista imaginación.  Sin embargo, el trepidar del vagón era otra cosa. Inevitable fuerza centrífuga por la que parecía transformarse en un gigantesco y alargado tambor de lavado. Todo el interior se bamboleaba, como una frágil caja de zapatos impulsada a velocidad vertiginosa. Porque así me sentía, un zapato perdido entre otros muchos, apretujado dentro de una caja de cartón atada a una cuerda de la que tiraba un niño diabólico, arrastrándola sin benevolencia alguna a lo largo de kilómetros y kilómetros de subsuelo.
No acababan ahí mis miedos, a todo lo anterior había que sumar todavía dos angustias: la del aplastamiento y la del encerramiento, que se me representaban con meridiana claridad. ¿Y si la avalancha humana me arrastraba al precipitarse hacia la entrada del vagón? No sabía qué era peor, si el convertirme en coleóptero estrujado contra  la pared externa del  engendro metálico  o en ratón atrapado en una ratonera, porque ¿qué pasaría si una vez dentro no  me daba tiempo a salir en mi parada por culpa del tumulto que se abalanzaba hacia la puerta y quedaba encerrada dentro del monstruo, perdida en aquel dédalo subterráneo y maloliente?  Y eso fue lo que pasó.
He de reconocer que, de todos los peligros que barruntaba, esta opción era la menos dañina. Al menos, mi integridad física no había de verse menoscabada, lo cual, dado mi natural temeroso, ya era mucho decir. Y después de todo, tampoco lo pasé tan mal, hasta tuve ocasión de descubrir la solidaridad humana, pues mi entonces pequeño ser despertó  la lástima de alguna señora  que  vio cómo me quedaba sola y desamparada mientras mi madre y mi hermana me miraban con cara de susto desde el andén.
El tiempo, que, según el saber popular, todo lo cura, consiguió que superara con incierta dignidad esa etapa de mi vida. Ahora bien,  algo me quedó de aquella época, un recelo, un no sé qué, que hace que el metro siga sin gustarme. Bien es verdad que cuando cada mañana lo espero en la estación para ir al trabajo mi mente está más en otras preocupaciones que en mis antiguos temores y la supervivencia no se me plantea como el mayor reto de cada viaje, pero hay un sentimiento  que no puedo dominar, quizá la vocecita de la niña que fui sigue hablando en mi interior y no me concede el descanso definitivo.  De hecho, siempre pienso que voy a pasarme de parada –porque me distraigo pensando en argumentos para próximos relatos- y las aglomeraciones me producen un rechazo inmenso, tanto que suelo esperar a otro tren para no tener que  internarme en la selva humana que me muestran las puertas abiertas del vagón cuando se detiene en la estación.
Y así ha sido hasta hoy. Porque hoy todo ha cambiado. Hoy he vuelto a sentir terror. Pero no el terror de la infancia, no, otro distinto. No sé si peor o mejor, al fin y al cabo todos los terrores son malos, digo yo. Este era sólo diferente.

5 comentarios:

  1. Tan real como la vida misma...
    Me considero privilegiada por ser la primera en escribirte unas líneas.
    Quizás no encuentro las palabras apropiadas para expresarte todo lo que has despertado en mi al leerte.
    Eres grandiosa! Mi mayor enhorabuena y sigue deleitándonos con tu escritura..
    Gracias de todo corazón por compartir con nosotros tus inspiraciones..

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    1. Mira que eres exagerada...Muchas gracias. Me alegra que te haya gustado, pero no me digas esas cosas, que me da vergüenza, aunque sea electrónica. Muchos besos

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  2. Gracias por invitarme a pasearme por tus ficciones. Me he reconocido en algunas de esas angustías subterráneas. Un abrazo. Miriam.

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  3. Adelaida
    Soy Soledad (ellos me llaman Marisol), la cuñada de María Paz.
    Cayó en mis manos, a través de ella, el libro de relatos cortos y me subyugó.
    Me gustaron los 6 relatos; especialmente "Perlas australianas" y "Aroma de vainilla"
    De nuevo me ha encantado "Otra vez esta noche". Son ejemplos de buena literatura.
    Me identifico con los temas elegidos y disfruto con la excelente descripción de sentimientos, situaciones o emociones.
    Acabo de leer "Billete de ida y vuelta" y comparto las ideas que se desarrollan.
    Yo sigo cogiendo el metro y tengo pánico a quedar atrapada por la puerta, pero es mucho mayor aún el pánico a la dependencia tecnológica que nos aísla e in-humaniza.
    En fin, disfruto con tu lectura, por tu capacidad de expresar pensamientos y observaciones de forma tan bella.
    Continúa escribiendo, que seguro es tu mejor arma para ayudarnos.
    Un beso

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    1. Soledad, muchísimas gracias por tu comentario. Me alegra enormemente que disfrutes leyendo lo que escribo. Me das ánimos para seguir haciéndolo. Mª Paz me ha hablado mucho de ti y espero que algún día podamos conocernos personalmente. Un abrazo con todo mi agradecimiento.

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