Billete de ida y vuelta
No me gusta el metro.
Nunca me ha gustado. Sin embargo, viajo en él casi a diario. Pero porque no me
queda otro remedio. No sé de dónde me viene ese rechazo. O sí. No estoy muy
segura, pero recuerdo que cuando era pequeña, en Madrid, me aterrorizaba el ruido atronador de
aquellos inmensos vagones azules que se deslizaban
chirriantes sobre las vías. Me recordaban al aspecto amenazante de los tanques
oruga del desfile militar que recorría una vez al año el Paseo de la Castellana. Y, aunque tan sólo era una niña, siempre venía a mi cabeza la idea de la fragilidad del ser
humano ante el avance inexorable de la máquina, capaz de aplastarlo sin piedad
bajo aquellas ruedas gigantescas protegidas además por unas enormes cintas
articuladas de metal.
Si una de las fuentes
de mi miedo era el ruido, a la que se sumaba la posibilidad de morir entre las
vías y el engendro subterráneo, otra era sin duda el movimiento descoordinado,
arrítmico y zarandeante del vagón en
marcha. Parecía querer propulsar a los viajeros para que se estrellaran unos
contra otros o contra las paredes y el suelo del temido vehículo. Ya entonces
reconocía en mi fuero interno que la primera posibilidad –la de morir sobre las
vías- era bastante remota, pero, ¿quién sabe?, me decía a mí misma, víctima de un
temor insuperable, cosas más raras se han visto, un empujón inocente o
malintencionado, un tropiezo, la avalancha de la gente… En fin, las opciones,
aunque todas ellas lejanas, se multiplicaban en mi siempre pesimista imaginación.
Sin embargo, el trepidar del vagón era
otra cosa. Inevitable fuerza centrífuga por la que parecía transformarse en un
gigantesco y alargado tambor de lavado. Todo el interior se bamboleaba, como
una frágil caja de zapatos impulsada a velocidad vertiginosa. Porque así me
sentía, un zapato perdido entre otros muchos, apretujado dentro de una caja
de cartón atada a una cuerda de la que tiraba un niño diabólico, arrastrándola sin
benevolencia alguna a lo largo de kilómetros y kilómetros de subsuelo.
No acababan ahí mis
miedos, a todo lo anterior había que sumar todavía dos angustias: la del
aplastamiento y la del encerramiento, que se me representaban con meridiana
claridad. ¿Y si la avalancha humana me arrastraba al precipitarse hacia la
entrada del vagón? No sabía qué era peor, si el convertirme en coleóptero
estrujado contra la pared externa
del engendro metálico o en ratón atrapado en una ratonera, porque
¿qué pasaría si una vez dentro no me
daba tiempo a salir en mi parada por culpa del tumulto que se abalanzaba hacia
la puerta y quedaba encerrada dentro del monstruo, perdida en aquel dédalo
subterráneo y maloliente? Y eso fue lo
que pasó.
He de reconocer que, de
todos los peligros que barruntaba, esta opción era la menos dañina. Al menos,
mi integridad física no había de verse menoscabada, lo cual, dado mi natural
temeroso, ya era mucho decir. Y después de todo, tampoco lo pasé tan mal, hasta
tuve ocasión de descubrir la solidaridad humana, pues mi entonces pequeño ser
despertó la lástima de alguna señora que vio cómo me quedaba sola y desamparada
mientras mi madre y mi hermana me miraban con cara de susto desde el andén.
El tiempo, que, según
el saber popular, todo lo cura, consiguió que superara con incierta dignidad
esa etapa de mi vida. Ahora bien, algo me
quedó de aquella época, un recelo, un no sé qué, que hace que el metro siga sin
gustarme. Bien es verdad que cuando cada mañana lo espero en la estación para
ir al trabajo mi mente está más en otras preocupaciones que en mis antiguos
temores y la supervivencia no se me plantea como el mayor reto de cada viaje,
pero hay un sentimiento que no puedo
dominar, quizá la vocecita de la niña que fui sigue hablando en mi interior
y no me concede el descanso definitivo.
De hecho, siempre pienso que voy a pasarme de parada –porque me
distraigo pensando en argumentos para próximos relatos- y las aglomeraciones me
producen un rechazo inmenso, tanto que suelo esperar a otro tren para no tener
que internarme en la selva humana que me
muestran las puertas abiertas del vagón cuando se detiene en la estación.
Y así ha sido hasta hoy.
Porque hoy todo ha cambiado. Hoy he vuelto a sentir terror. Pero no el terror
de la infancia, no, otro distinto. No sé si peor o mejor, al fin y al cabo
todos los terrores son malos, digo yo. Este era sólo diferente.
Tan real como la vida misma...
ResponderEliminarMe considero privilegiada por ser la primera en escribirte unas líneas.
Quizás no encuentro las palabras apropiadas para expresarte todo lo que has despertado en mi al leerte.
Eres grandiosa! Mi mayor enhorabuena y sigue deleitándonos con tu escritura..
Gracias de todo corazón por compartir con nosotros tus inspiraciones..
Mira que eres exagerada...Muchas gracias. Me alegra que te haya gustado, pero no me digas esas cosas, que me da vergüenza, aunque sea electrónica. Muchos besos
EliminarGracias por invitarme a pasearme por tus ficciones. Me he reconocido en algunas de esas angustías subterráneas. Un abrazo. Miriam.
ResponderEliminarAdelaida
ResponderEliminarSoy Soledad (ellos me llaman Marisol), la cuñada de María Paz.
Cayó en mis manos, a través de ella, el libro de relatos cortos y me subyugó.
Me gustaron los 6 relatos; especialmente "Perlas australianas" y "Aroma de vainilla"
De nuevo me ha encantado "Otra vez esta noche". Son ejemplos de buena literatura.
Me identifico con los temas elegidos y disfruto con la excelente descripción de sentimientos, situaciones o emociones.
Acabo de leer "Billete de ida y vuelta" y comparto las ideas que se desarrollan.
Yo sigo cogiendo el metro y tengo pánico a quedar atrapada por la puerta, pero es mucho mayor aún el pánico a la dependencia tecnológica que nos aísla e in-humaniza.
En fin, disfruto con tu lectura, por tu capacidad de expresar pensamientos y observaciones de forma tan bella.
Continúa escribiendo, que seguro es tu mejor arma para ayudarnos.
Un beso
Soledad, muchísimas gracias por tu comentario. Me alegra enormemente que disfrutes leyendo lo que escribo. Me das ánimos para seguir haciéndolo. Mª Paz me ha hablado mucho de ti y espero que algún día podamos conocernos personalmente. Un abrazo con todo mi agradecimiento.
Eliminar