lunes, 30 de enero de 2012

Billete de ida y vuelta (y II)


Pues sí, hoy he vuelto a casa en metro, como vengo haciendo cada día desde algún tiempo atrás. El vagón, a pesar de ser hora punta, no iba especialmente lleno y hasta he podido sentarme, lo que siempre supone un alivio, no sólo porque me canso menos y dejo de sentir en el cogote la respiración de la persona que tengo detrás, cosa que suele ponerme bastante nerviosa, sino sobre todo porque me permite observar con mayor comodidad a los otros viajeros, afición que, al igual que el rechazo a este medio de transporte, me viene de la infancia.
Entonces había menos gente rara. Tanta uniformidad resultaba de un aburrimiento insoportable para alguien ávido de nuevas experiencias –aunque ese alguien fuese una niña-, por lo que no tardé en descubrir dos interesantes puestos de observación que las circunstancias pusieron a mi alcance. Uno de ellos era el aeropuerto de Barajas, al que acudía con cierta regularidad con la finalidad de recibir o despedir a mis tíos, que vivían en Lisboa, y el otro, las terrazas de los cafés de la Gran Vía, recorrida a cualquier hora del día por una multitud abigarrada y variopinta. El primero –Barajas- me permitía imaginar viajes lejanos a la vez que asomarme a un mundo cosmopolita y desconocido, mientras que el segundo era mi preferido, pues aquella marea humana que paseaba hacia arriba y hacia abajo, se paraba ante los escaparates y se apretujaba en las cafeterías, tenía un punto canalla al que nunca he podido resistirme.
Seguramente, una de las pocas cosas que conservo de aquella época es la vocación de “voyeuse”. Y me temo que esta tendencia se acentúa con los años, lo que explicaría en parte la proliferación de jubilados en plazas, paseos, parques, terrazas, balcones y ventanas, todos ellos puestos de observación con desigual grado de riesgo –hay quien recurre a la dudosa protección de las gafas de sol, del visillo o cortina y hasta del periódico; los menos, de un libro, generalmente bastante gordo-, por no hablar de tantos y tantos que, como yo, nos limitamos a ver la vida pasar. Pero me estoy desviando. Como decía, hoy he podido sentarme en el metro que me traía de vuelta a casa. 
Acomodada en mi asiento, con la prótesis lumbar –cosas de la edad- bien pegadita al respaldo, que es como estoy más a gusto, me he dispuesto a examinar mi entorno con la mirada circular de la que goza todo buen observador. Porque el mirón profesional –lo sé por experiencia- nunca se limita a fijar lo que tiene delante, sino que barre con la vista toda la superficie que le rodea, describiendo una parábola que comienza en uno de sus lados y acaba en el contrario. Así que eso he hecho. He empezado por mi izquierda, ocupada por un joven vestido de punta en blanco, embutido en un traje azul marino impecable, cuyos pantalones lucían una raya más impecable todavía, tanto que parecía haber sido planchada con la ayuda de un tiralíneas. ¿Y qué decir de sus zapatos? Porque los zapatos revelan mucho más sobre la personalidad de cada cual de lo que cupiera esperar. Estos eran muy nuevos y, por supuesto, relucientes. Sin embargo, casi no he podido verle la cara, sólo el perfil, de tan absorto como estaba escudriñando un tablet que, a juzgar por el nivel de concentración exigido por su lectura, debía de contener la solución a la crisis mundial.
Frente a mí, un adolescente adormilado y granujiento se encontraba enganchado a los auriculares de su iPod,  como un moribundo conectado a los cables que lo mantienen con vida, mientras movía acompasadamente la cabeza al son de una –para los demás- inaudible música que lo sumía en un estado hipnótico. Nada original, por otra parte, pues ya hace tiempo que he comprobado que muchos de los que viajan unidos a unos auriculares suelen parecer víctimas de un empacho de hierba alucinógena, algo así como si se hubieran fumado media plantación de marihuana a lo largo de una mañana. Algunos, como el que se encontraba a su lado, rizan el rizo, y son capaces de mantener gacha la moviente cabeza mientras teclean, a toda la velocidad que les permiten sus entrenados pulgares, mensajes en el móvil, la BlackBerry u otros ingenios tecnológicos.
Un poco más allá, cuatro jóvenes que habían entrado juntos entre risas y bromas en la parada anterior, se ignoraban ahora con displicencia mientras trataban de mantener el equilibrio en torno a la barra vertical del vagón al tiempo que consultaban –supongo- los respectivos sms recibidos en los últimos minutos. Cerrando el círculo, a mi derecha, una mujer de mediana edad, con aire profesoral y abstraído, tecleaba con fruición en un portátil de dimensiones reducidas, como si en ello le fuera la vida. 
Y entonces me ha invadido el pánico. Un pánico atroz, porque me parecía que los rostros de los que me rodeaban se afilaban peligrosamente a la vez que iban cambiando de color y adquiriendo un brillo similar al del plástico. Todos ellos abandonaban poco a poco la humanidad para adquirir una naturaleza nueva. La transformación llegó al colmo cuando la cara de uno de los muchachos que permanecía de pie junto a la barra se aplastó de tal manera que sus dos ojos se fundieron en uno, como si de un cíclope extraterrestre se tratara. Y tuve la impresión de que no me encontraba en un vagón de metro, sino en una nave espacial a punto de abandonar las vías y elevarse sobre el Guadalquivir camino de Pandora o de algún otro destino sideral.
Aislada en aquella nave, único ser humano en peligro de ser abducido por criaturas de otra especie, he llegado a comprender cómo debía de sentirse cada pareja de animales encerrada en el arca de Noé. Ellos, al menos, tenían la posibilidad de reproducirse, a mí no me quedaba ni eso. La responsabilidad de saberme la última superviviente me pesaba como una losa. Aunque casi no tuve tiempo de demorarme en la hondura de tal reflexión, porque inmediatamente reparé en que el muchacho ciclópeo venía hacia mí. Me revolví inquieta en mi asiento. Me sacudió suavemente tomándome de un brazo y alcé los ojos espantada. Se había cumplido uno de mis terrores: me había pasado de parada.
Ya no había alienígenas. En el vagón vacío sólo quedábamos él, que había conseguido –ignoro por qué procedimiento- volver a su estado inicial, duplicando su único ojo, y yo. Por fin he logrado comprender, con gran alivio, que no me encontraba ante el elenco de Avatar, sino que me había quedado dormida y que la intención del pobre muchacho era la de advertirme de que el metro había llegado al final de su trayecto. Al dirigirme hacia la salida, he vuelto a verlos: el ejecutivo relamido, los adolescentes de cabeza danzarina, los estudiantes risueños y  la presunta profesora, todos habían recuperado su naturaleza humana, tal vez por haber abandonado durante unos minutos la enajenante conexión tecnológica. De todas maneras, por lo que pueda pasar y a pesar de tener pagados por adelantado varios billetes de ida y vuelta, he tomado una decisión irrevocable: a partir de mañana cogeré el coche.




lunes, 16 de enero de 2012

Billete de ida y vuelta (I)

Billete de ida y vuelta
No me gusta el metro. Nunca me ha gustado. Sin embargo, viajo en él casi a diario. Pero porque no me queda otro remedio. No sé de dónde me viene ese rechazo. O sí. No estoy muy segura, pero recuerdo que cuando era pequeña, en Madrid,  me aterrorizaba el ruido atronador de aquellos inmensos vagones azules que  se deslizaban chirriantes sobre las vías. Me recordaban al aspecto amenazante de los tanques oruga del desfile militar que recorría una vez al año el Paseo de la Castellana. Y, aunque tan sólo era una niña, siempre venía  a mi cabeza la idea de la fragilidad del ser humano ante el avance inexorable de la máquina, capaz de aplastarlo sin piedad bajo aquellas ruedas gigantescas protegidas además por unas enormes cintas articuladas de metal.
Si una de las fuentes de mi miedo era el ruido, a la que se sumaba la posibilidad de morir entre las vías y el engendro subterráneo, otra era sin duda el movimiento descoordinado, arrítmico  y zarandeante del vagón en marcha. Parecía querer propulsar a los viajeros para que se estrellaran unos contra otros o contra las paredes y el suelo del temido vehículo. Ya entonces reconocía en mi fuero interno que la primera posibilidad –la de morir sobre las vías- era bastante remota, pero, ¿quién sabe?, me decía a mí misma, víctima de un temor insuperable, cosas más raras se han visto, un empujón inocente o malintencionado, un tropiezo, la avalancha de la gente… En fin, las opciones, aunque todas ellas lejanas, se multiplicaban en mi siempre pesimista imaginación.  Sin embargo, el trepidar del vagón era otra cosa. Inevitable fuerza centrífuga por la que parecía transformarse en un gigantesco y alargado tambor de lavado. Todo el interior se bamboleaba, como una frágil caja de zapatos impulsada a velocidad vertiginosa. Porque así me sentía, un zapato perdido entre otros muchos, apretujado dentro de una caja de cartón atada a una cuerda de la que tiraba un niño diabólico, arrastrándola sin benevolencia alguna a lo largo de kilómetros y kilómetros de subsuelo.
No acababan ahí mis miedos, a todo lo anterior había que sumar todavía dos angustias: la del aplastamiento y la del encerramiento, que se me representaban con meridiana claridad. ¿Y si la avalancha humana me arrastraba al precipitarse hacia la entrada del vagón? No sabía qué era peor, si el convertirme en coleóptero estrujado contra  la pared externa del  engendro metálico  o en ratón atrapado en una ratonera, porque ¿qué pasaría si una vez dentro no  me daba tiempo a salir en mi parada por culpa del tumulto que se abalanzaba hacia la puerta y quedaba encerrada dentro del monstruo, perdida en aquel dédalo subterráneo y maloliente?  Y eso fue lo que pasó.
He de reconocer que, de todos los peligros que barruntaba, esta opción era la menos dañina. Al menos, mi integridad física no había de verse menoscabada, lo cual, dado mi natural temeroso, ya era mucho decir. Y después de todo, tampoco lo pasé tan mal, hasta tuve ocasión de descubrir la solidaridad humana, pues mi entonces pequeño ser despertó  la lástima de alguna señora  que  vio cómo me quedaba sola y desamparada mientras mi madre y mi hermana me miraban con cara de susto desde el andén.
El tiempo, que, según el saber popular, todo lo cura, consiguió que superara con incierta dignidad esa etapa de mi vida. Ahora bien,  algo me quedó de aquella época, un recelo, un no sé qué, que hace que el metro siga sin gustarme. Bien es verdad que cuando cada mañana lo espero en la estación para ir al trabajo mi mente está más en otras preocupaciones que en mis antiguos temores y la supervivencia no se me plantea como el mayor reto de cada viaje, pero hay un sentimiento  que no puedo dominar, quizá la vocecita de la niña que fui sigue hablando en mi interior y no me concede el descanso definitivo.  De hecho, siempre pienso que voy a pasarme de parada –porque me distraigo pensando en argumentos para próximos relatos- y las aglomeraciones me producen un rechazo inmenso, tanto que suelo esperar a otro tren para no tener que  internarme en la selva humana que me muestran las puertas abiertas del vagón cuando se detiene en la estación.
Y así ha sido hasta hoy. Porque hoy todo ha cambiado. Hoy he vuelto a sentir terror. Pero no el terror de la infancia, no, otro distinto. No sé si peor o mejor, al fin y al cabo todos los terrores son malos, digo yo. Este era sólo diferente.