Siempre
sentí la llamada de lo hondo. Ya de niña pasaba horas enteras contemplando
aquella oscuridad silenciosa aprisionada por muros transparentes sobre la mesa
del salón. Con la frente aplastada contra el cristal, observaba los ágiles
giros de los peces de colores que surcaban aquella pobre imitación del océano e
imaginaba que podía recorrer aquel topacio líquido y azul.
Al
cabo del tiempo llegué a envidiar los lomos plateados y escamosos, las aletas
vigorosas de otros grandes peces que contemplaba en ilustraciones y museos,
hasta que descubrí a las sirenas y me sostuvo la esperanza de convertirme en
uno de aquellos seres que reunían mis dos naturalezas, la real y la soñada.
En
verano, bajaba cada noche a la playa para oír su canto acallado por el ruido de
las olas. Sin embargo, mis hermanas no acudían a la cita. Cansada de esperar,
enterraba mis piernas en la arena y esculpía una gran cola de pescado sobre la
que dibujaba escamas con el dedo. Pero
una noche como tantas otras, en la que lloraba junto a la orilla, mi perseverancia
se vio por fin recompensada y el anciano del tridente me llevó al agua
profunda.
Nunca
más seré una sirena varada. Mi alma ha hallado la paz surcando el océano
infinito, aunque una idea todavía me atormenta: el dolor de los míos,
ignorantes de mi paradero. Por eso escribo mi historia con algas secas sobre
este jirón de vela abandonado. Sé que
los humanos creen que las sirenas no existen…
El
pescador acabó de leer el mensaje de la botella que había quedado atrapada en
una de sus redes. Le había sorprendido su brillo, como si se tratara del lomo
de un pez de cristal. Notó la congoja en
su garganta y deseó con todas sus fuerzas ser de alguna utilidad a ese ser
misterioso que había buscado su ayuda sin saberlo. Pero cuando quiso
identificar la firma de la extraña misiva submarina, comprendió que su secreto
quedaría sumergido para siempre: era una escama plateada.
(Perlas australianas y otros relatos)